Aprendizaje implícito: cuando aprender no es el resultado de enseñar

2 Nov

Si pudiéramos resumir en una frase la creencia en la que se basa la atención al parto convencional, podría ser esta: para que los bebés nazcan hay que “hacer un montón de cosas”.  Por eso en el parto medicalizado el parto se estimula, no sin antes inhibir el proceso fisiológico natural con protocolos que resultan disuasorios.  Así, en muchos casos, inhibición y estimulación resultan ser las dos caras de la misma moneda, y esa moneda es la desconexión y la falta de confianza en la inteligencia de la naturaleza.

Afortunadamente, de vez en cuando se producen partos espontáneos esplendorosos en el coche, en la calle o en cualquier sitio, (digo esplendorosos porque suelen facilísimos y sanísimos), que nos recuerdan que la naturaleza es inteligente, y que en la mayoría de los casos, para que un bebé nazca no hay que hacer nada especial, más allá de acompañar sabiamente y crear un entorno adecuado que favorezca y no inhiba el proceso.

Esta creencia de que “hay que hacer muchas cosas para que algo suceda  (cosas que de no intervenir sucedería igualmente)” impregna muchos aspectos de nuestra relación con la vida, desde la agricultura hasta la crianza de nuestras propias criaturas.  Y eso coloca sobre nuestros ya ajetreados hombros la tarea de “enseñarles” todo: ¡uf!!  qué agotador!!.  Así, si buscas en internet la palabra “estimular” seguida de “aprendizaje” encontrarás un número infinito de entradas.  Es un tema que preocupa.

Efectivamente, para aprender la regla de 3, o a escribir, alguien te tiene que enseñar, pero antes de llegar a ese punto, hay mucho recorrido que hacer, y el papel adulto sería cuidar las condiciones para que ese recorrido pueda producirse, más que intervenir o estimular directamente.

Especialmente en los primeros años (y en cierta medida toda la vida). los bebés y niños pequeños aprenden haciendo, y el aprendizaje, más que el fruto de una “enseñanza” impartida externamente, es en gran medida el resultado de un proceso interno, de la observación, la exploración, la imitación, la experimentación, y algo muy importante, la maduración neurológica  (¡todo tiene su ritmo!).   Solo hay que ver cómo los bebés aprenden algo tan sofisticado como andar, ellos solos, por sí mismos.    Son aprendizajes dirigidos internamente: no es necesario enseñar a un niño pequeño a hablar, ni a andar, ni muchas otras habilidades que nos distinguen como humanos.  Tampoco necesitamos enseñarles ninguna de las tareas domésticas, por ejemplo, es suficiente con darle la posibilidad de imitarnos y practicar  (de pequeños, a  los 12 años ya es tarde 🙂   Y eso es extensible a muchos aspectos:  es difícil enseñar respeto a las criaturas si no son tratadas de la misma manera.

Así, en los primeros años, casi todos los aprendizajes están implícitos en la actividad, y para las niñas y niños ese aprendizaje no es el objetivo, sino el resultado de un proceso, un proceso que además implica un tremendísimo disfrute.  Todo lo que se disfruta se aprende mejor.  Hacen, y como resultado, aprenden.   El problema del mundo adulto es que a menudo queremos soslayar ese proceso natural, sabio y autodirigido y vamos directamente al objetivo, establecido externamente.  No sólo nos impide disfrutar de la crianza y nos coloca en la posición de tener que “enseñarles” todo: es que en la naturaleza las cosas no funcionan de esa manera.

Por ello, si no enseñamos a andar a las criaturas, una de las adquisiciones más complejas de la evolución y que nos distingue de otras especies, ¿qué pasaría?  pues nada, aprenden a andar igualmente, por iniciativa propia, atravesando con parsimonia cada una de las fases de desarrollo, y de una forma más sólida, satisfactoria y segura que tratando de acelerar el proceso.  Y lo hacen a través de una experiencia integral que involucra todo su cuerpo y su psique.  Y así son los aprendizajes en los primeros años:  a través de la experiencia, involucrando al cuerpo;  “in-corporando” ese aprendizaje a través de la repetición, que les permite realizar las conexiones y después los circuitos neuronales necesarios para dominar esa adquisición. 

Pongamos un ejemplo práctico.  Hace años que los expertos advierten un retraso en la adquisición del habla en los niños pequeños que pasan horas cada día frente a la pantalla, es decir, horas en las que se relacionan con una máquina y no con personas, es decir, horas en la que les falta el estímulo natural de la vida misma.   ¿significa eso que habría que “estimularles” para que hablen?   ¿”enseñarles” con el objetivo de que aprendan?  ¿que tal simplemente eliminar las interferencias electrónicas, relacionarnos más con ellos y hablarles en el día a día?

Os dejo este vídeo delicioso que muestra como el aprendizaje es inevitable … si lo permitimos. ;-).