
- La inteligencia de la naturaleza
- La inteligencia intuitiva
- La inteligencia del cuerpo
Extracto de la introducción del libro La niñez como estado de conciencia
Escribí un embrión de este libro en los años 90; era un texto del que solo publiqué la primera parte, con el título La Revolución del Nacimiento. En ese momento ya tenía dos certezas, y ambas son parte del hilo conductor de este libro; la primera, que la naturaleza —y por tanto el cuerpo— es inteligente; la segunda que esta inteligencia se manifiesta a través de una danza entre dos polaridades opuestas y complementarias, eso que los orientales llaman yin y yang. Años de estudio de terapias basadas en esa dinámica (Medicina Tradicional China, Nutrición Energética…) me habían conformado una cierta forma de mirar y relacionar.
Así, cuando conocí cómo funcionan los hemisferios cerebrales, me pareció que había una lógica interna en aquello, una expresión más de esta dinámica natural. Que tuviéramos la capacidad de razonar y también de sentir, de pensar y también de intuir, de separar para analizar y también de contextualizar y sintetizar… todas esas capacidades respondían al mismo principio de polaridad que podía observarse en la naturaleza y en nuestra naturaleza, en la de ahí fuera y en la interna.
Veía este principio implícito en cualquier fenómeno natural, en el diálogo continuo entre el sistema nervioso simpático y el parasimpático, entre el sistema de la adrenalina-cortisol y el de la oxitocina, entre el sistema de lucha y huida y el de calma y contacto, en el principio femenino y masculino que están en el centro de la reproducción animal y vegetal, en la electricidad que no circula si no hay dos polos y hasta en la estructura del átomo. La polaridad está presente también en los interminables ciclos de expansión y repliegue de la naturaleza, en el ciclo diurno y en el de las estaciones, en el ciclo lunar y el menstrual, en las mareas… ¿cómo no iba a participar la mente de este principio que anima la vida?
Entre aquel texto y este libro han pasado treinta años, que me han servido para profundizar en el tema pero, sobre todo, para observar en la práctica el resultado de haber reemplazado ese equilibrio dinámico y respetuoso entre las dos cualidades de nuestra mente por la dominación de una sobre otra. El desequilibrio era evidente en cualquier ámbito al que mirara: en el parto medicalizado, que neutraliza la inteligencia del cuerpo y la sustituye por intervenciones médicas, desvirtuando totalmente la naturaleza de la experiencia; en la agricultura industrial, que reduce la increíble complejidad de los ecosistemas a la condición de sustrato expendedor de comestibles; en el sistema educativo que sigue un modelo bancario, como lo llamó Paulo Freire, centrado en la transmisión de datos con un calendario uniforme y unas metodologías que no tienen en cuenta cómo aprenden los niños. Y era fácil de ver también en el mundo que hemos creado para la infancia, que es el tema de esta reflexión.
La inmerecida jerarquía de la mente analítica sobre la mente holística, de lo conceptual sobre la experiencia, del razonamiento lineal sobre la visión contextual, de la tecnología sobre la inteligencia de la naturaleza, se reflejaba de un modo muy claro allí donde mirara. Lo que más me preocupaba era el efecto en la infancia de no tener en cuenta que los niños tardan muchos años en llegar al estado de conciencia adulto, y que esos años son un tiempo privilegiado para desarrollar aspectos de la inteligencia distintos de la mente lógica y analítica, la cual no entra en escena hasta bien avanzada la niñez. No estábamos entendiendo el estado de conciencia infantil, y la educación escolar y el ambiente iban encaminados a perpetuar el mismo patrón que causaba ese desencuentro.
En esta línea, si tuviera que concretar en una palabra la idea fundacional de este libro, diría que es la inteligencia, y con ello no me refiero al intelecto humano, sino a algo mucho más grande y sofisticado, del cual nuestro intelecto es una de las expresiones. Me refiero concretamente a la inteligencia primordial y a dos aspectos de ella que no estamos considerando lo suficiente.
La inteligencia de la naturaleza
Se manifiesta cada segundo en el funcionamiento de nuestras células, en nuestro sistema inmunitario, en la secuencia de movimientos que hace cada bebé antes de ponerse de pie, en la semilla que germina por sí misma cuando las condiciones son apropiadas, en cada madre que sabe lo que necesita su criatura solo con mirarle, en el recién nacido que reconoce a su madre entre mil y sabe exactamente qué hacer para llegar a su primer destino —el pecho de su madre—, en el abejorro que sabe a qué flor dirigirse, en la flor que ha florecido en el momento justo, en nuestra capacidad de aprender, conectar y co—crear con la naturaleza.
Es una inteligencia invisible que ordena y está implícita en lo visible, en la biología, en la de dentro y en la de fuera, en cada fenómeno natural. Así la define Max Planck, físico y creador de la teoría cuántica:
Debemos suponer que detrás de esta fuerza (que vemos como materia) hay una Mente consciente e inteligente. Esta Mente es la matriz de toda la materia2 .
A ella se refiere indirectamente el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española cuando la define así:
RAE: Inteligencia es la capacidad de entender o comprender
¿Comprender qué? Comprender “algo” que estaba ahí antes de existir nosotros, antes de estar en posición de entenderlo, algo que jamás habríamos podido diseñar, algo más grande que nuestro intelecto.
Esta inteligencia ha sido llamada de muchas formas por los científicos y pensadores: Gregory Bateson la denominaba “la mente de la naturaleza”, Gregg Braden “la matriz divina”, Max Planck “el campo cuántico”, David Bohm “el orden implicado”, y otros científicos se refieren a ella como “el campo”, el origen invisible de todo lo visible. Muchas de las conclusiones a las que está llegando la ciencia actual estaban formuladas hace siglos en muchas tradiciones espirituales antiguas4 . ¿Cómo llegaron a ese conocimiento?
La inteligencia intuitiva
El segundo tipo de inteligencia a que me refiero en este libro tiene que ver con nuestra capacidad de sintonizar con la primera. La naturaleza no solo nos ha dotado de la capacidad de razonar —siempre limitada a lo que conocemos— sino de percibir directamente sin que medie el razonamiento lógico. Es la mente receptiva, capaz de intuir, de leer el libro de la naturaleza —cosa que nuestros antepasados hicieron fácilmente—, de aprender a través de la experiencia, de percibir lo que está más allá de lo aparente, de sentir e inferir lo que siente el otro, de captar las metáforas implícitas en lo que vemos, de expresar lo inefable a través del arte, o incluso de una mirada. Un aspecto de esta inteligencia es la intuición, que el diccionario de la Real Academia Española define así:
RAE: Intuición es la facultad de comprender las cosas instantáneamente, sin necesidad de razonamiento.
Y esa mente receptiva tiene su máxima expresión en la niñez, que no habita el prosaico mundo adulto, sino un territorio sutil y algo etéreo, en un punto intermedio entre el estado de conciencia onírico y el ordinario adulto, que les mantiene en contacto con lo inefable. Podemos sintonizar con ese estado si nos lo permitimos.
La inteligencia del cuerpo
Y luego está esta otra inteligencia que regula y se expresa a través del cuerpo, y que es el sustrato de todas las demás inteligencias. De nuevo el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española nos da una clave del paradigma que define nuestra relación con (esa parte de la naturaleza que es) nuestro cuerpo, aunque esta vez no en la definición de lo que es, sino de lo que no es:
RAE: «Cuerpo” es lo opuesto a “alma”, “espíritu” y “mente».
Así, en estas pocas pero elocuentes palabras está plasmado el paradigma cartesiano de pensamiento que separa el cuerpo de las dos primeras inteligencias: de la inteligencia de la naturaleza que se manifiesta en todo proceso vivo y en nosotros, y de la inteligencia intuitiva —o mente receptivaque nos permite conectar con esa primera inteligencia primordial. Y, sin embargo, el cuerpo es el sustrato de la vida, el territorio donde sucede la experiencia —y por tanto las emociones y el aprendizaje que de ella se derivan— la puerta de la percepción, la parte visible de una dimensión invisible.
Y así llevamos unos cuantos siglos, con el cuerpo huérfano, despojado de su dimensión de asiento de otras inteligencias, de sede del alma, desconectados de la increíble maravilla que es. Separando el alma, el espíritu y la mente del cuerpo, la RAE ratifica el divorcio secular entre mente y cuerpo, entre razón e intuición, entre lógica y emoción, entre ciencia y arte, entre la materia y el espíritu que la anima. Y así hemos construido una civilización a espaldas de nuestra naturaleza y, desconectados de la nuestra, tampoco entendemos la de nuestros hijos, ni la de ahí fuera, a la que destruimos alegremente porque solo vemos lo que podemos obtener de ella. Dice Ian McGilchrist:
El asalto del hemisferio izquierdo a nuestra naturaleza encarnada no es sólo un asalto a nuestros cuerpos, sino a la naturaleza encarnada de los mundos que nos rodean. La materia es lo que se resiste a la voluntad. La idea de que el mundo “material” no es sólo un montón de recursos, sino que involucra a cada aspecto del ámbito del valor, incluido el espiritual, que a través de nuestra naturaleza encarnada podemos comunicarnos con él, que hay respuestas y responsabilidades que deben respetarse, se ha perdido en gran medida en la cultura dominante.
Ni la sabiduría popular ni el arte, sin embargo, olvidaron nunca que el cuerpo tiene una forma de inteligencia que no pasa por el filtro de la razón; “el corazón tiene razones que la razón no conoce”, decía Pascal.
Esta visión del cuerpo como algo secundario se refleja actualmente de un modo muy concreto en cómo educamos a los niños, en cómo les atornillamos a la silla y sus ojos a las pantallas en etapas en las que el desarrollo está ligado —entre otras cosas— al movimiento y la experiencia en el mundo físico. También se refleja en cómo sustituimos el mundo real y a la vez sutil que les es propio por entornos artificiales y sobreestimulantes.
Perdida la conexión con la naturaleza, la de la infancia en este caso, nos hemos echado sobre los hombros la responsabilidad de enseñarles habilidades que van a adquirir por sí mismos si les damos tiempo. Así, la educación en los primeros años ha sustituido el aprendizaje motivado internamente por la enseñanza de cosas según un calendario adulto que no tiene en cuenta su naturaleza, su estado de conciencia y su forma de aprender.
El tipo de ocio que les ofrecemos también oculta el cuerpo tras la máquina, y con él el juego físico en el mundo real, la experiencia en la naturaleza, en suma, el territorio donde se expresa y desarrolla lo específicamente humano, sustituyendo el mundo infantil genuino por un gran parque de atracciones.
Sinopsis e índice