Hablo con una amiga que tiene dos hijas de 13 y 15 años. Está preocupada porque dice que son incapaces de hacer un esfuerzo, que pasan las tardes sin hacer nada, sentadas frente a -como mínimo- dos pantallas al mismo tiempo. No hablemos de ayudar algo en casa … Ella me pregunta si a las mías, algo más mayores, tengo que estar empujándolas para que estudien o hagan algo.
Le digo que no, pero que probablemente se debe a que he tenido suerte. Decido ahorrarle el trago de recordar que eso que hacen sus hijas es solo más de lo mismo que han hecho desde muy pequeñas: pasar las tardes sentadas, tragando pasivamente cualquier cosa que saliera por la tele.
De lunes a viernes mis hijas no veían TV. Pero no por una cruzada particular contra la pantalla, simplemente porque quería que tuvieran mucho tiempo y el clima apropiado para jugar todos los días, y estar negociando cada día minuto arriba minuto abajo de pantalla me parecía un desgaste que no estaba dispuesta a asumir. No estaba en la naturaleza de las cosas ver la tele entre semana. No se acordaban de ella.
Por tanto sus tardes eran muy activas: juego y más juego, en el parque y en casa, «ayudar» en casa, pintar, disfrazarse … en fin, lo normal en esas edades. Y sobre todo tenían la oportunidad de estar en la cotidianeidad de lo doméstico: los niños obedecen a una poderosa fuerza interna de imitación, y necesitan tener algo digno de ser imitado físicamente.
Con la perspectiva que me da el tiempo, he podido observar la evolución de muchos niños ya crecidos, de familias con visiones diferentes en cuanto a la gestión del tiempo de sus hijos. Y puedo afirmar sin riesgo de equivocarme que aquello que en los primeros años puede parecer que nos hace la vida más cómoda, a la larga puede tornarse muy incómodo, que lo que aparentemente ahorra tiempo puede consumir mucho tiempo enderezar, que los atajos no existen, que lo que sucede en los primeros años, aquellas fuerzas internas que permitimos -o no- que se manifiesten, condicionan poderosamente su actitud, sus cualidades, su forma de estar en el mundo, cuando son adolescentes y jóvenes.
Si queremos que nuestras hijas e hijos sean activos, emprendedores, creativos, con iniciativa, protagonistas y responsables de su vida, lo más eficaz es permitirles cultivar esas cualidades espontáneamente cuando toca: en la infancia. Que sí, que siempre podrán acudir a seminarios de crecimiento personal para rescatarlas cuando sean más mayores. Pero ¿no es más razonable (y más divertido) no inhibir su proceso natural de desarrollo?
Isabel Fernandez del Castillo