
Hace años, cuando mis hijas eran pequeñas, vino una amiga de ellas a comer a casa; tendría unos 6 ó 7 años. Yo había cocinado un delicioso pollo en salsa para comer con arroz. Cual fué mi sorpresa cuando la amiga me pidió esa salsa industrial roja cuyo nombre no quiero mencionar. Nunca tuve esa salsa en casa y mucho menos la habría usado para destruir los sabores sutiles de un plato delicioso, y esa petición me sorprendió lo suficiente como para hacerme reflexionar.
Aclaro que me encanta cocinar y que quien come lo que cocino disfrute. Pienso que es una forma de amar, cuidar y cuidar a otros. Cuando conocí el trabajo de Masaru Emoto pensé que es muy posible que los alimentos, aparte de nutrientes y sabores, puedan transmitir otro tipo de energía más sutil, que nutre otros niveles además del gastronómico. Pero sí reconozco que el estilo de vida actual puede dificultar el dedicar tiempo a la cocina, y a veces hacer complicado no recurrir a soluciones industriales.
Así, es muy común recurrir a diversas estrategias para que los niños se lo coman todo y pronto. La industria ha conseguido que una de esas estrategias sea recurrir a sabores intensos y saborizantes presentes en los aditivos y las salsas. Y sí, se lo comen todo, pero todo sabe igual. Los niños crecen acostumbrados a sabores fuertes y uniformes, perdiendo oportunidades de disfrutar de infinitos aromas y matices de la comida natural, sin artificios que maquillen su verdadero sabor.
Cabe preguntarse si un paladar infantil sobreestimulado pero falto de sensaciones auténticas puede desarrollar la capacidad de distinguir lo exquisito de lo ramplón, lo artesano de lo industrial, lo que nutre de lo que llena y lo auténtico de lo sucedáneo. No hay mucho lugar para apreciar lo sutil bajo el estímulo de los sabores artificiales, potentes pero planos. Que las criaturas tengan criterio y sepan distinguir lo auténtico de lo banal, lo que realmente necesitan y les hace bien de lo que a la industria le conviene vender … ¿no queremos eso para nuestros hijos, en todo? Todo puede tener un significado simbólico, y si transmitimos que todo vale si está disfrazado hay un mensaje implícito que quizá no queramos transmitir.
Quizá si recordáramos que el primer alimento del cerebro son las experiencias sensoriales, nos resultaría más fácil comprender los distintos aspectos implicados en el hecho de cocinar y de comer.